Reflexiones alrededor de las nuevas condiciones de la producción cultural
No hay duda que la cultura está pasando por un mal momento, como lo está pasando el resto de la sociedad. La irrupción de la pandemia ha acrecentado problemas ya existentes, además de crear otros nuevos igualmente difíciles de gestionar. Ante esta situación las y los profesionales de la gestión cultural han dedicado todos sus esfuerzos a intentar adaptar a corto plazo sus propuestas, proyectos y programaciones.
Muchas y diversas han sido las iniciativas que se han desarrollado para capear las limitaciones de la pandemia, todas con un denominador común: la implementación de los canales de difusión digitales como sustitutos o complementos de los mecanismos tradicionales. Parte de esta nueva praxis ha facilitado la existencia y consolidación de nuevas modalidades en el ámbito de la distribución, difusión y monetización del contenido cultural de origen analógico (se recomienda leer los posts de Jorge G García en la Retina), pero también ha creado falsas expectativas.
En otras palabras, están (y estamos) intentando que la cultura no deje de comunicar. El problema es que dicho empeño, a veces, puede ser contraproducente. Se han emprendido muchas acciones para intentar que el hecho cultural en sí, no parase por completo, pero más allá de la labor encomiable a favor de sostener al sector, no se han tenido en cuenta una serie de considerables consecuencias. Fruto de estos esfuerzos se han creado múltiples eventos digitales; espectáculos con limitaciones de aforos o experimentos en los que el público tenía que cambiar sus hábitos de forma radical. Lo anterior a un grado tal que el 2020/21 ha pasado incluso a denominarse el año de las pantallas y balcones (“El año de las pantallas y balcones, las mejores iniciativas culturales en tiempos de pandemia”). El resultado, como cabría esperarse, ha sido desigual, pero siempre partiendo desde un mismo principio de buena fe: que la cultura no deje de comunicar. Sin embargo y como antes ya apuntábamos, cabría preguntarse: ¿Cuáles son las consecuencias (aún desconocidas o que apenas comienzan a manifestarse) de estas soluciones/decisiones? ¿Un espectáculo pensado en formato escénico puede ser retransmitido por streaming con resultados razonables? (recomendable la lectura de “Audiencias digitales” de Ferran López) o incluso ¿Es o no contraproducente celebrar un concierto de música ska con el público sentado en una silla de plástico?
Dejando de lado la deformación del hecho narrativo en sí, o de aquello que desde la mercadotecnia se denomina la experiencia, emergen otros temas de fondo… ¿Ha cambiado el precio, y el valor, del caché de un espectáculo que tiene el aforo limitado? ¿Se puede exigir lo mismo a una marca patrocinadora de un evento si la afluencia de público ha cambiado? ¿Se puede seguir estructurando un contenido cultural desde una única ventana de exhibición? Junto a estas preguntas (y muchas más) nos encontramos ante un último escollo…. ¿Qué pasa con aquellas propuestas culturales que iban dirigidas a, o estaban planteadas desde objetivos socializantes (en los que la oferta cultural está intrincada con otro tipo de acciones digitales y/o presenciales)? Alessandro Baricco en The Game ya identificaba el valor del todo, entendido como una unidad:”Si una cosa no mide UNO, tiene proporciones tan mínimas que básicamente no existe”. Un valor que se basa en la suma de elementos; por ejemplo, no pagamos el precio de una canción sino el acceso a toda la música posible. En el caso que nos ocupa, se trata de ver qué caminos seguimos cuando un proyecto cultural está estructurado en acciones que requieren de la socialización presencial o digital (en constante proceso de transformación).
Cualquier mutación conlleva consecuencias y más si se lleva a cabo por cuestiones de emergencia. La situación actual provoca cambios en nuestra percepción del valor, el tiempo, el espacio, la narrativa o la forma de participación del público en una propuesta cultural. La cuestión es si estos cambios son sólo coyunturales o han llegado para quedarse; si su implementación es fruto de un ajuste puntual o servirá o para crear formatos mixtos a medio camino entre lo pre-pandémico y lo post-pandémico.
La cultura sigue comunicando, decíamos… Pero cabe preguntarse: ¿en qué sentido?; ¿no lo hace en otra dirección? ¿hacía sí misma (el sector), por ejemplo, y no hacia el ciudadano (las personas)? ¿No está demasiado ocupada achicando agua para plantearse si existe la posibilidad de subir a otro barco con mayores prestaciones? No nos malinterpreten: la situación actual es muy crítica y resulta lógico estar a lo que hay que estar…. Pero sería necesario detenernos a pensar si lo que está pasando, no nos obliga a establecer otras formas de relacionarnos con los ciudadanos, participantes, públicos, usuarios, afines… y por ende con nuestras administraciones.
El modelo cultural por el que deambulamos se ha deslizado con maestría entre conceptos intocables que dotaban al hecho cultural en sí de un estatus de centralidad social (que no relevancia). La cultura importa porque ayuda a cimentar valores relevantes para nuestra sociedad y establece, en cierta manera, un canon de las líneas a seguir acerca de lo que es ética, estética y cualitativamente destacable. Hasta ahora estos han sido los preceptos que han marcado las políticas culturales de las últimas décadas, fruto de una evolución natural de las mentalidades procedentes del ámbito de la animación sociocultural y los círculos intelectuales y/o universitarios.
Seguramente, estamos ante un cambio de era en la que todos los sectores de la sociedad deberán de replantearse su rol. A diferencia, pero, de otras etapas recientes de nuestra historia, ahora habemos muchos más jugadores en la pista de juego. El mundo digital (acompañado por ciertos marcos económicos y políticos) ha cambiado completamente nuestra percepción acerca de lo que entendemos por el fondo y la esencia de lo cultural. Por decirlo de otra forma, la cultura ha dejado de ser un indicador social concreto y estable.
A pesar de este cambio, si nos fijamos en los planes estratégicos para la cultura, de los próximos años, veremos que sus recomendaciones son muy similares a las de años atrás, cuando el panorama era completamente diferente. Por ejemplo, las 10 recomendaciones del Manifesto Cultura para el futuro (iniciativa de la Comisión Europea), que abordan la necesidad de facilitar la existencia de entornos para creación cultural; invertir en educación cultural; ampliar el acceso a diferentes mercados; fortalecer la gestión y, en general, no dejar a nadie atrás… Ante conceptos tan clásicos en nuestro sector, es razonable pensar que estamos intentando enfrentarnos al futuro con recetas del pasado.
Dejando de lado los conceptos básicos vinculados a los derechos culturales (patrimonio y diversidad) y a la culturización de las estrategias de sostenibilidad presentes en la Agenda 2030 sobre el Desarrollo Sostenible (consultar el artículo sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible y el sector cultural presente en este mismo blog), está claro que algo está cambiando en lo referente al significado y la utilidad de la cultura para el ciudadano. La cultura sigue teniendo un papel importante, si sabe reencontrar su espacio. La redefinición de este nuevo rol de la cultura dependerá de la actitud de los/las creadores y los gestores/as culturales y de su capacidad de interlocución con las personas. Más que nunca, se establece una relación de necesidad entre la figura del/la creado/a y la del/la gestor; ya que no se trata de una crisis de contenido, sino de forma; van a ser necesarios nuevos mecanismos para dialogar con la ciudadanía; hacerlo a través de la cultura es una vía no solo posible, sino completamente factible.
En función de si se opta por el inmovilismo (reiterarse en el modelo clásico); la adaptación (cambiar su gestión solo durante la pandemia) o la transformación, la figura del gestor cultural decantará el cuándo, el cómo y el porqué del futuro del panorama cultural de proximidad. Para hacerlo necesita ubicarse cerca del usuario de la oferta cultural, empleando y poniendo en práctica –entre otros– conceptos hasta este momento alejados de la mayoría de prácticas de la gestión cultural contemporánea y sus lenguajes cotidianos. Como son la gestión de datos, la usabilidad, la ludificación o el marketing relacional. Elementos básicos utilizados por el mundo digital para mantener un diálogo constante con su usuario. No se trata de transformar el contenido en algo comercial (entendido esto desde la uniformidad) sino de comprender cuáles son las formas en las que la ciudadanía se siente atraída o integrada relacionándose con un hecho cultural y por qué. Se trata de algo tan fácil y complejo como saber, ni más ni menos, qué rol tiene la cultura en la sociedad actual para el ciudadano contemporáneo.
Por suerte, la cultura sigue comunicando… Pero no sabemos si la ciudadanía sigue utilizando el mismo receptor y qué consecuencias puede provocar estas nuevas modificaciones en el acto de comunicación. De hecho, Baricco en The Game ya nos advirtió que muchos de los nuevos efectos secundarios provocados por el nuevo contexto social y cultural no nos gustarían. Pero, dejando de lado nuestras filias y fobias, el oficio del/la gestor/a cultural consiste en predecir, actuar y evaluar la relación entre el hecho cultural y la ciudadanía… Y viceversa.
En resumidas cuentas, se trata de hacer algo tan básico como mantener la comunicación abierta, siendo flexibles, empáticos y conscientes de que las cosas pueden haber cambiado… Más de lo que imaginamos.